domingo, septiembre 17, 2006

La noche de San Juan

José gesticulaba a su madre, con sorda vehemencia, su desgana de ir a la playa en la noche de San Juan. Lucía, que así se llamaba ella, tomó unas velas, varias rosas, vetustos zapatos y un pequeño papel en el que anotar los deseos para el nuevo año. Todo, tal como le habían indicado.
Ella, baja, rolliza, de ajada frente; mujer incansable, trabajadora empedernida, era muy aficionada a las artes mágicas; siempre tenía tiempo para leer horóscopos, ir a ver santeras, columbrar las cartas del tarot y un sin fin más de insólitos entretenimientos. Buscando siempre un vestigio al cual agarrarse.
Sentía que la vida le debía algo. Su deambular por el mundo había sido una sucesión continua de desgracias y pormenores. Una infancia marcada por la carestía; un embarazo no deseado; enlazado con un miserable que la abandona, era solo el origen de su verdadero infortunio. El destino le había ofrendado un hijo mustio y taciturno: un niño mudo.
Muchas veces, ella misma se achacaba la tristeza de su vástago a tan desgraciada vida: <<¿Cuándo me pagara dios?, ¿Existirá este señor?, ¿Qué he hecho yo para merecer esto >>, y un sinfín de lógicas demandas, resumen de su adversidad. Pero Lucía no perdía la esperanza.
Además, este año era distinto. Iban a pasar la noche de San Juan a la playa. Dicho acontecimiento era famoso por el halo de magia y misterio que siempre lo rodeaba. Hasta el pueblo llegaban las historias y leyendas propias de tan enigmática noche: estériles féminas que, por fin, embarazan; tumores que no progresan; enamorados que sellan o destruyen sus corazones. Todos ellos, típicos mitos, atrozmente enarbolados por la verborrea popular.
Tras un largo viaje en autobús llegaron a la playa. El lienzo allí gestado era increíble. Gente que reía y cantaba alrededor de las fogatas; chicos que saltaban las brazas; hechiceras que rezaban extrañas jaculatorias. José, por momentos, parecía contento. Desde su mudez empedernida, esbozaba una grácil sonrisa para dicha y felicidad de su madre, que con ello consideraba el periplo como algo positivo. Había valido la pena.
Entonces llegó el momento de la verdad. Quedaban apenas unos instantes para que se cumpliera la hora mágica: las 12 de la noche. Esa donde la gente se baña y ejecuta sus ceremonias. La orilla de la playa rebosaba de personas alborotadas; una muchedumbre expectante esperando el estallido de fuegos artificiales que indicaban que era el instante de zambullirse en el mar.
José, con brazos tremendamente nervudos para tan joven adolescente, sostenía la mano de su madre y se inclinaba cómo si de la salida de una carrera se tratara. Estaba pletórico, feliz; el escenario allí gestado no tenía nada que ver con el aburrido ambiente del pueblo. Ambos se miraban con plácet, recíprocamente. Lucía repasaba mentalmente todas y cada una de los rituales que había recopilado en los días anteriores: surcar las 7 olas de la suerte; lanzar una moneda de espalda; arrojar a la hoguera un papel con los deseo que uno espera; quemar los zapatos viejos en la fogata...
¡Boom! Comenzó la amalgama de fuegos. El mejunje de luces iluminaba el, hasta ese momento, oscuro firmamento. La gente, con festinación corría hacia el mar. Volaban las rosas, las monedas y los cuerpos demolían las pertinentes olas. El momento era sublime, celestial. Una oda a los sentidos.
Tras unos minutos, el mar comenzó a despoblarse de gente, pero los fuegos seguían adornando el cielo, además del líquido plato marino. Todos los que emigraban del mar a la orilla buscaban un fuego para secarse y donde calentarse. Sin embargo, allí ensimismada, absorta, quedaba Lucía, deleitándose con aquel momento. Pedía tiempo muerto a la vida. Con el agua a la altura de su orondo ombligo y su estriada barriga, miraba, cabello mojado, el devenir de los voladores. Sola, en medio de una oscuridad interrumpida por los petardos, oyó a sus espaldas.
- Mamá, ¡te quiero!.
Un centelleante rayo surcó sus entrañas. Su pulso comenzó a gritar y nerviosa se giró. Allí se encontraba José, que la miraba fijamente.
- ¿Qué has dicho?, ¡repite lo que has dicho! -Vituperó Lucía con una mezcla de inquina, asombro y emoción-
Entonces, el niño musitó uno de sus habituales gemidos de negación y rompió a llorar de emoción y entrambos se fundieron en un fuerte abrazo. Desde eso momento, Lucía es feliz. José no volvió a hablar, pero inmoló su tristeza y todos los años ambos, ansiosos y expectantes, esperan para volver a aquel lugar, en la noche San Juan.

miércoles, septiembre 06, 2006

¡Banksy!

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lunes, septiembre 04, 2006